Friday, November 30, 2007

El secreto del bosque

En medio de un bosque, en la oscuridad de su follaje, yacía contemplando las estrellas salientes del cielo. Bellas criaturas de la naturaleza deformadas por las sombras, observaban silenciosas mi presencia. Las ramas de los árboles se movían sigilosas ocultando el secreto del lugar.

La luz de la luna me permitía ver las figuras de las hojas danzar de un lado a otro. Un pasaje hecho de arbustos jaló mi atención, el camino me incitaba a recorrerlo. El viento susurraba mi nombre al mismo tiempo que hacía volar mi cabello en el vacío.

Una ráfaga de aire arrastró un olor penetrante que atrajo mis sentidos, lo seguí hasta descubrir a una planta majestuosa que me llegaba a la cadera. Tenía varios tallos delgados y en las puntas se erguían unas cabecitas con forma de concha. A la mitad de ellas había una cisura, era como una boca con delgados dientecillos. Alrededor la adornaban espinas filosas de unos diez centímetros.

Mientras la observaba embelezada por la extrañeza de sus formas, escuché un sonido suave que no interrumpió mi asombro ante la hermosa planta. De repente sentí una fuerza disfrazada de un pequeño resplandor que me hizo voltear. Había una telita blanca que envolvía a una de las cabecitas, me acerqué para saber qué era.

Pasaron unos segundos cuando sentí algo jalar mis pies. No pude sostenerme y me caí. Giré la mirada y una enredadera me estaba sujetando de los tobillos, avanzaba por las piernas con rapidez; presurosa se apoderó de mis rodillas y muslos. Quise detenerla, pero mi intención fue obstruida por otra enredadera que me ató las manos.

Quedé inmovilizada e invadida por la planta, mi rostro aún descubierto se movía al unísono que, a gritos, pedía ayuda. Pero lo único que provoqué fue despertar a las otras plantas de su letargo, fue como si el olor de su presa las guiara a un festín. Comenzaron a morderme y en eso la enredadera se contrajo. Aún así no pude moverme, mi cuerpo paralizado por el veneno, sangraba y los dientecillos de las carnívoras verdes seguían hurgando en mi carne. Ya no tenía fuerza sólo para cerrar lo ojos pidiendo que fuera una pesadilla.

Tuesday, November 13, 2007

Bodas de plata

Habían pasado varios meses desde que su esposo no le hablaba, no le dirigía la mirada ni la tocaba. foto: Ismael Ruiz
Elena se conformaba con que ese hombre, con quien se casó 25 años atrás y que dejó de amar hace mucho tiempo, permaneciera con ella
en la casa como una figurilla de cerámica. Supo que su marido la engañaba con una mujer menor y eso la enfureció. Quiso retenerlo a su manera.

Cada mañana, Elena preparaba el desayuno. Los lunes, lavaba la ropa de ambos; martes planchaba. Los demás días de la semana, limpiaba la casa a detalle: aspiraba alfombras, fregaba el baño, barría y trapeaba el piso. Hacía parecer que en ese lugar no existía el polvo, siempre lucía impecable. Además, todas las tardes tras cocinar un platillo diferente, solía regar su colección de plantas exóticas, aquellas que compró en el Mercado Sonora para hacer menjurjes.

Tenía su favorita a la que le daba mayores cuidados: la abonaba y le hablaba como si las hojas le entendieran. Le platicaba sus sueños y dolencias. Desde que la vio, entre velas aromáticas e imágenes de santos en un puesto del mercado, la embrujó con su olor y belleza. Intuía que si la adquiría le ayudaría en algún apuro. Y vaya que lo hizo, con su tallo preparó un brebaje para que su esposo no la abandonara.

Los efectos de la poderosa planta, en breve, comenzaron a notarse. A las pocas semanas de que ella se lo daba en la comida, él enfermó. Empezó a sentirse cansado y mareado todo el tiempo. Fue al doctor y éste no pudo diagnosticarlo con certeza. Le dijo que "posiblemente" era su corazón y con urgencia necesitaba reposo absoluto. Enseguida, lo incapacitaron con la orden de permanecer en cama.

Elena lo había conseguido: ser la dueña de la vida de su marido, encadenarlo a ella, hacerlo su esclavo. Para él, su compañía era un suplicio. No la soportaba y la idea de depender de su presencia lo torturaba. Era suyo, y de nadie más. Jamás lo volvería a compartir. Ni siquiera con la muerte.

Una noche de luna llena, poco después de que sus piernas ya no le respondían y no tenía fuerzas ni para hablar, dejó de respirar. Estaba solo. Las paredes pulcras fueron las únicas que lo acompañaron en su último momento. Elena se ausentó por un par de horas y cuando llegó, pensó que dormía.

A la mañana y semanas siguientes, ella hizo lo que todos los días llevaba a cabo: lustrar cada rincón. No se inmutó al darse cuenta que su marido no tenía pulso. Siguió haciendo su vida, sólo con algunos cambios. Dos veces al día durante 70 lavaba a su marido con agua altamente salinificada, le aplicaba ungüentos aromáticos para después envolverlo con una tela de lino húmeda previamente remojada con yerbas. De esa forma no apestaría a carne echada a perder.

A ella no le importó que él ya no la mirara, mientras permaneciera en la casa. Por ello, nadie debía de enterarse. Los muebles serían los testigos mudos de su amor putrefacto. El concreto guarecería, aunque no por mucho tiempo, el secreto de un cuerpo seco que mantenía forma humana.

Por primera vez, Elena sentía que su vida estaba completa. Llevaba las riendas de la casa y su esposo estaba con ella. Las noches ya no eran frías. Ella se acurrucaba junto al cuerpo inmóvil. Ya nunca más estaría sola y, para que no los molestaran, dio de baja la línea del teléfono y no abría la puerta ni cuando alguien tocaba. Al principio era esporádico, después casi diario.

Pronto celebrarían 25 años de casados. Llegó el día y se despertó tarde, tomó un baño junto con él. Desayunaron, después, lavó, planchó y regó las flores. Eran sus bodas de plata, por ello, preparó una cena especial. Estaba en la cocina, terminó de guisar y dejó abiertas las perillas de la estufa. Al pasar algunos minutos, escuchó voces a fuera de su casa. Eran sus vecinos haciendo un escándalo y es que el olor era insoportable, pensó que quizá el alboroto era por eso. El hedor era intenso, apestaba a gas.

Todo estaba listo, Elena portaba el vestido con el que se casó y su marido traía el traje de bodas. La comida servida en los platos y ellos sentados frente a la mesa indicaba que el festejo comenzaba. Las voces y los gritos de los vecinos en el exterior se convertían en murmullos. Sólo existían ellos. A lo lejos, pero cada vez más cerca, se percibía la torreta de una patrulla, en eso, Elena, con una sonrisa en el rostro, y con la mirada fija en las cavidades sin ojos de su cónyuge, tomó la cajita de cerillos, la abrió, agarró uno y suavemente lo encendió.