Tuesday, August 22, 2006

chica-triste

Le decían la chica triste a una joven de grandes ojos perdidos en un mar de melancolía. Con ellos podía atravesar el muro de los pensamientos de cualquiera, eran puntas de glaciales que al tocar una superficie la cubrían de hielo. Su cabello negro, lacio, acariciaba su espalda al caminar lento y cadenciosamente. Su frente nunca lucía desnuda; un mechón ocultaba una cicatriz.

En una ocasión, de niña, al jugar con sus vecinos sobre un techo en ruinas, se cayó y al tocar el suelo se le incrustó una varilla exactamente en medio de la frente. Todos dijeron que tropezó con una piedra y por eso había caído encima de los fierros viejos; sin embargo, se cree que ellos la empujaron.

Cuando la encontraron lucía escalofriante, el pequeño cuerpo yacía inmóvil en el suelo en medio de un charco de sangre. Sus ojos los mantenía abiertos como si viera el cielo azul teñirse de rojo mientras el fluido vital escurría por las mejillas, boca y cuello. No parpadeaba, se veía muerta, pero el pulso débil daba señales de vida.

Tras el accidente, su rostro quedó desfigurado y su niñez se fue al caño; la pasó más en el hospital que en algún otro lugar. De ahí, que se inventara juegos solitarios. Con el tiempo, el vestigio de la herida, que abarcaba parte de la cara, se le redujo a una pequeña cicatriz. Pese a ello, intentó borrar aquel episodio sombrío al esconder el único testimonio, de que alguna vez, por unos instantes, tuvo un cuerno de metal en su frente

Al paso de los años, se le veía deambular como un fantasma por los pasillos de un campo santo ubicado a un costado de la iglesia del poblado. Parecía que le habían sellado los labios con un hilo invisible; casi no hablaba, las palabras se perdían en murmullos.

Rumores especulaban que al mismo tiempo que la luna se encontraba en su máximo esplendor, la chica se refugiaba en una tumba para maldecir y llorar. Se decía que también realizaba ritos con animales, ya que, aparecían huesos y cenizas esparcidos sobre las lápidas.

Algunas personas que la llegaron a escuchar, cuentan que perjuraba en contra de Dios y de la raza humana, con un tono de voz tan grave que hacía temblar hasta las cruces de su al rededor. Ellos no intentaban nada; corrían a sus casas despavoridos. Y es que en la medida de que la herida en el rostro le sanaba, el alma se le consumía.

Un día, se le perdió el rastro. Su figura se evaporó en las sombras y nadie supo a dónde fue; entonces, un hedor, que provenía de las coladeras del pueblo, se apoderó de cada rincón, la gente se escondía en sus hogares y los niños que salían a hurtadillas para jugar, desaparecían.

Durante una noche de luna llena, en una cueva en el bosque cercano del poblado, hallaron a una niña con un fierro clavado en la frente. De sus ojos, emanaba sangre como si fueran lágrimas rojas. A un lado había una montaña de ropa perteneciente a los pequeños que se perdieron. Nunca encontraron los cuerpos y con el tiempo también se esfumó el hedor del recuerdo de la chica triste.