Thursday, July 09, 2009

Wednesday, July 08, 2009

distorsión


Me sumergo en las raíces del tiempo

Wednesday, July 01, 2009

Friday, January 04, 2008

Perdida en el devenir del tiempo

El tiempo avanza y no se detiene, se escucha el tic tac en la habitación como si me recordara cada instante con ese castrante sonido que la muerte es inevitable. Siento una punzada en el pecho. El latir se agita cual caballo en brama. Me extraña la reacción de mi cuerpo, aún recostado en la cama. Cierro los ojos e intento aclarar mi mente, pero lo único que percibo es un dolor de cabeza y pérdida de memoria de hechos que ocurrieron en la madrugada. Sólo sé de cierto que fui a una "pequeña" reunión y nos alcoholizamos hasta el llanto. Abrí los ojos y los tengo hinchados.

La luz de la tarde anuncia el devenir del tiempo, me doy cuenta que dormí con la ropa mal oliente a cigarro y a humores de fiesta. No quiero levantarme, deseo permanecer debajo de la colcha y olvidar lo que intento recordar. Odio las borracheras cuando terminan en ojos humedecidos, eso significa que quizá una aguja invisible me pincha el corazón. Un timbre me regresa a la cruda realidad. Es el interfon y detrás del auricular escucho la voz del poli que me dice "Aquí abajo está E" y a mí qué, pienso. "Si, déjelo pasar por favor", cuelgo y vocifero "aunque en realidad no estoy".

Voy al baño para lavarme la cara. Me detengo frente al espejo y no me reconozco. La mirada parece intranquila como si hubiera habido una tormenta de fuego. El color rojo me confirma las cenizas. Me hundo en la corriente del agua esperando que ella limpie la mugre de la piel y las impurezas de la resaca. En eso, una galería de imágenes borrosas refresca el recuerdo adormecido. Amigos bebiendo cerveza y ron, risas, abrazos, lágrimas, la avenida desierta, decenas de automóviles, el metro, un cuerpo, Él a mi lado.

Tocan la puerta, me seco el rostro e interrumpo la revelación con un "ya voy". Abro y lo primero que entra es la luz, me lastima, alcanzo a ver que E viene acompañado de B. Los dos me saludan con un "qué carita" y es que es inevitable mi aspecto de desvelada con grandes dosis de alcohol, a pesar del intento fallido de esconder los vestigios con jabón.

Después de sentarnos en los sillones les ofrezco café, en sí soy yo la que necesita despertar. Ellos acceden a mi invitación y yo a la de E de fumar un toque. ¡Como si necesitara estar más ausente y deambular en un laberinto de ideas! Yo lo prendo e inhalo el humo sin respirar unos segundos. El departamento se inunda de olor a granos de café y hierba quemándose.

Rolamos el cigarro bien forjado hasta que se desvanece en nuestros labios ya secos por la cannabis. La charla discurre en anécdotas sumidas en la decadencia como qué si se puede morir "literalmente" de envidia y deseos mal logrados sumergidos en éter. Nos callamos tras un comentario incoherente de B. El fondo musical me traslada a la noche anterior. Armo el rompecabezas mientras recuerdo entre telarañas la razón del llanto desmedido: una cicatriz abierta con alcohol.

A lo lejos oigo palabras sin sentido que se las lleva el eco de mis pensamientos dispersos. Creo que B y E hablan sobre lo que hace B para pagar la renta de su "piso" en la colonia Roma. B es español y en México vive desde hace años, pinta y escribe; toma y fuma. Regreso a la plática y me vuelvo a ir. El tiempo avanza, pienso. De repente como si lo tuviera a un costado mío, escucho el tic tac del reloj. La muerte está presente. Recordé que la recordé la noche anterior.

E me desconecta de mi trance. Estoy de nuevo en el departamento. Pregunta si preparamos la carne que trajo de Hidalgo. Le contesto que si y los nubarrones de mi cabeza desaparecen. La idea de comer hace que me levante del sillón. E se ofrece a ayudarme. Entramos a la cocina. Los trastes lucen sucios de algunos días y me disculpo por que no me gusta lavarlos.

El sartén está caliente. Saco la cecina de una bolsa de plástico. Está roja como la sangre. El color me devuelve la memoria que perdí. Una sucesión de imágenes se ordenaron en mi mente seguidas de un estremecimiento corporal. Coloco la carne en el aceite hirviendo. Es la noche de ayer, salgo de la casa de mi amiga en compañía de Él. La calle está oscura y desierta. Se siente el frío del amanecer. A lo lejos viene un camión, le hacemos la parada. Yo traigo los ojos hinchados.

Nos bajamos en la estación más cercana del metro. Esa línea no funciona, volvimos a tomar un camión hacia otra estación. La ciudad está despertando y yo aún no duermo. Es raro que a esta hora de la mañana en sábado haya demasiado tránsito. Me asomo por la ventana y veo muchos automóviles. Descendemos de la unidad y caminamos. Hay caos vial. Las miradas se dirigen a un coche que está atravesado y detiene la circulación. A pocos metros de distancia sobre la banqueta yace un cuerpo de mujer y cerca de él un vaso de plástico. De la cabeza le escurre sangre. Avanzamos unos pasos y veo su rostro, se me hace familiar. Salpica el aceite sobre mi mano y volteo la carne.

Friday, November 30, 2007

El secreto del bosque

En medio de un bosque, en la oscuridad de su follaje, yacía contemplando las estrellas salientes del cielo. Bellas criaturas de la naturaleza deformadas por las sombras, observaban silenciosas mi presencia. Las ramas de los árboles se movían sigilosas ocultando el secreto del lugar.

La luz de la luna me permitía ver las figuras de las hojas danzar de un lado a otro. Un pasaje hecho de arbustos jaló mi atención, el camino me incitaba a recorrerlo. El viento susurraba mi nombre al mismo tiempo que hacía volar mi cabello en el vacío.

Una ráfaga de aire arrastró un olor penetrante que atrajo mis sentidos, lo seguí hasta descubrir a una planta majestuosa que me llegaba a la cadera. Tenía varios tallos delgados y en las puntas se erguían unas cabecitas con forma de concha. A la mitad de ellas había una cisura, era como una boca con delgados dientecillos. Alrededor la adornaban espinas filosas de unos diez centímetros.

Mientras la observaba embelezada por la extrañeza de sus formas, escuché un sonido suave que no interrumpió mi asombro ante la hermosa planta. De repente sentí una fuerza disfrazada de un pequeño resplandor que me hizo voltear. Había una telita blanca que envolvía a una de las cabecitas, me acerqué para saber qué era.

Pasaron unos segundos cuando sentí algo jalar mis pies. No pude sostenerme y me caí. Giré la mirada y una enredadera me estaba sujetando de los tobillos, avanzaba por las piernas con rapidez; presurosa se apoderó de mis rodillas y muslos. Quise detenerla, pero mi intención fue obstruida por otra enredadera que me ató las manos.

Quedé inmovilizada e invadida por la planta, mi rostro aún descubierto se movía al unísono que, a gritos, pedía ayuda. Pero lo único que provoqué fue despertar a las otras plantas de su letargo, fue como si el olor de su presa las guiara a un festín. Comenzaron a morderme y en eso la enredadera se contrajo. Aún así no pude moverme, mi cuerpo paralizado por el veneno, sangraba y los dientecillos de las carnívoras verdes seguían hurgando en mi carne. Ya no tenía fuerza sólo para cerrar lo ojos pidiendo que fuera una pesadilla.

Tuesday, November 13, 2007

Bodas de plata

Habían pasado varios meses desde que su esposo no le hablaba, no le dirigía la mirada ni la tocaba. foto: Ismael Ruiz
Elena se conformaba con que ese hombre, con quien se casó 25 años atrás y que dejó de amar hace mucho tiempo, permaneciera con ella
en la casa como una figurilla de cerámica. Supo que su marido la engañaba con una mujer menor y eso la enfureció. Quiso retenerlo a su manera.

Cada mañana, Elena preparaba el desayuno. Los lunes, lavaba la ropa de ambos; martes planchaba. Los demás días de la semana, limpiaba la casa a detalle: aspiraba alfombras, fregaba el baño, barría y trapeaba el piso. Hacía parecer que en ese lugar no existía el polvo, siempre lucía impecable. Además, todas las tardes tras cocinar un platillo diferente, solía regar su colección de plantas exóticas, aquellas que compró en el Mercado Sonora para hacer menjurjes.

Tenía su favorita a la que le daba mayores cuidados: la abonaba y le hablaba como si las hojas le entendieran. Le platicaba sus sueños y dolencias. Desde que la vio, entre velas aromáticas e imágenes de santos en un puesto del mercado, la embrujó con su olor y belleza. Intuía que si la adquiría le ayudaría en algún apuro. Y vaya que lo hizo, con su tallo preparó un brebaje para que su esposo no la abandonara.

Los efectos de la poderosa planta, en breve, comenzaron a notarse. A las pocas semanas de que ella se lo daba en la comida, él enfermó. Empezó a sentirse cansado y mareado todo el tiempo. Fue al doctor y éste no pudo diagnosticarlo con certeza. Le dijo que "posiblemente" era su corazón y con urgencia necesitaba reposo absoluto. Enseguida, lo incapacitaron con la orden de permanecer en cama.

Elena lo había conseguido: ser la dueña de la vida de su marido, encadenarlo a ella, hacerlo su esclavo. Para él, su compañía era un suplicio. No la soportaba y la idea de depender de su presencia lo torturaba. Era suyo, y de nadie más. Jamás lo volvería a compartir. Ni siquiera con la muerte.

Una noche de luna llena, poco después de que sus piernas ya no le respondían y no tenía fuerzas ni para hablar, dejó de respirar. Estaba solo. Las paredes pulcras fueron las únicas que lo acompañaron en su último momento. Elena se ausentó por un par de horas y cuando llegó, pensó que dormía.

A la mañana y semanas siguientes, ella hizo lo que todos los días llevaba a cabo: lustrar cada rincón. No se inmutó al darse cuenta que su marido no tenía pulso. Siguió haciendo su vida, sólo con algunos cambios. Dos veces al día durante 70 lavaba a su marido con agua altamente salinificada, le aplicaba ungüentos aromáticos para después envolverlo con una tela de lino húmeda previamente remojada con yerbas. De esa forma no apestaría a carne echada a perder.

A ella no le importó que él ya no la mirara, mientras permaneciera en la casa. Por ello, nadie debía de enterarse. Los muebles serían los testigos mudos de su amor putrefacto. El concreto guarecería, aunque no por mucho tiempo, el secreto de un cuerpo seco que mantenía forma humana.

Por primera vez, Elena sentía que su vida estaba completa. Llevaba las riendas de la casa y su esposo estaba con ella. Las noches ya no eran frías. Ella se acurrucaba junto al cuerpo inmóvil. Ya nunca más estaría sola y, para que no los molestaran, dio de baja la línea del teléfono y no abría la puerta ni cuando alguien tocaba. Al principio era esporádico, después casi diario.

Pronto celebrarían 25 años de casados. Llegó el día y se despertó tarde, tomó un baño junto con él. Desayunaron, después, lavó, planchó y regó las flores. Eran sus bodas de plata, por ello, preparó una cena especial. Estaba en la cocina, terminó de guisar y dejó abiertas las perillas de la estufa. Al pasar algunos minutos, escuchó voces a fuera de su casa. Eran sus vecinos haciendo un escándalo y es que el olor era insoportable, pensó que quizá el alboroto era por eso. El hedor era intenso, apestaba a gas.

Todo estaba listo, Elena portaba el vestido con el que se casó y su marido traía el traje de bodas. La comida servida en los platos y ellos sentados frente a la mesa indicaba que el festejo comenzaba. Las voces y los gritos de los vecinos en el exterior se convertían en murmullos. Sólo existían ellos. A lo lejos, pero cada vez más cerca, se percibía la torreta de una patrulla, en eso, Elena, con una sonrisa en el rostro, y con la mirada fija en las cavidades sin ojos de su cónyuge, tomó la cajita de cerillos, la abrió, agarró uno y suavemente lo encendió.